El universo
que nos rodea es tan grande que continuamente los seres humanos intentamos explicar
su amplitud haciendo uso de analogías, inventando unidades de distancia e
incluso recurriendo a escalas, tomando como referencia objetos o lugares que
por su tamaño podrían darnos una idea de que tan lejos o que tan cerca se
encuentra lo uno de lo otro o esto de aquello.
Y es que a
veces se nos olvida de que no somos casi nada en este universo tan vasto y lleno
de materia, inmutable y dinámico, que ha existido sin nosotros y lo seguirá haciendo
incluso después de que el ultimo humano haya desaparecido.
Quizás una de
las formas más bellas, inocentes y puras de intentar escenificar nuestra estancia
en él, desde nuestro punto de vista, haya sido la historia que guarda el hinduismo:
la del pequeño Krishna y su travesura comiendo la tierra de su jardín.
Según el
hinduismo, Krishna es uno de los numerosos avatares (‘encarnaciones’) del dios
Visnú. El mismo Krish na declara: «Siempre
que la rectitud decae y aumenta la injusticia, yo me manifiesto; y para la
protección de los virtuosos, la destrucción de los viciosos y el
restablecimiento de la rectitud, yo encarno de era en era».
Roberto
Calasso reseña esta tradicional historia hindú en su obra “Ka” de la siguiente
forma:
Una vez unos niños
acusaron a Krishna con Yasoda de "hociquear la tierra y comer la basura
como si fuera un cerdo". Yasoda empezaba a reprender a Krishna cuando
éste, con su sublime picardía, le dijo "Es mentira, mamá; si no me crees mírame
la boca".
La madre vio abrirse aquellos pequeños labios, cuyas grietas conocía una a una. Yasoda bajó la mirada para escrutar el paladar de su hijo y encontró una inmensa bóveda estrellada que la absorbía. Yasoda viajaba, volaba. Donde hubiera estado el fondo de su garganta se erguía el Monte Meru, sembrado de infinitos bosques. A su lado se veían islas, que quizás eran corrientes, y lagos, que quizás eran océanos. Yasoda respiraba con una tranquilidad desconocida, como si por primera vez saliera el aire libre a través de la boca de su hijo. La visión que más le cautivó fue la rueda del Zodiaco: rodeaba el mundo oblicuamente, como una faja jaspeada. Yasoda fue aún más allá. Vio la oscilación de la mente, su mutabilidad lunar, sus brincos de mono de una rama a otra del universo. Vio cómo los tres hilos de los que toda sustancia está hecha se enrollaban en ovillos, de los que nacían otros ovillos. Al fondo, vio el pueblo de Gokula, reconoció sus callejones, las ensambladuras de las piedras, las carretas, los manantiales de agua, las flores macilentas. Y finalmente se vio a sí misma, en una calle, mirando la boca de un niño.